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Abogada nómada

¿Por qué soy abogada nómada?

Capítulo primero: Espíritu nómada

Ser abogada nómada no ha sido una opción para mí.

Ahora que está tan de moda el nomadismo digital, lo mío se remonta a mi más tierna juventud, ésa que me llevó a Copenhague y Bornholm con sólo 18 años.

Aquel julio de hace tres décadas, antes siquiera de conocer las notas de selectividad, me dispuse a emprender un viaje que cambiaría mi mentalidad para siempre. Y no es que yo fuera muy convencional hasta entonces. Ya por entonces me había pasado todos los veranos de mi vida en una caravana y llevaba seis años siendo scout.

Pero , sí, aquello fue diferente.

Un día de julio de 1994 una inexperta María, ajena a todo peligro, cogió un autobús seguido de dos aviones. Y así empezó mi aventura, sin saber dónde dormiría aquella noche en Copenhague. La noche previa la había pasado en el autobús Vigo-Madrid sin saber cómo llegaría al aeropuerto de Barajas. Pero nada me frenaba. Sólo me impulsaba la emoción de lo desconocido.

Os preguntaréis qué pensaban mis padres de aquello. Pues no les gustó demasiado la idea. Pero ¿Qué podían hacer si cuando se lo conté ya tenía los billetes de avión?

En fin, con la suerte que siempre me ha acompañado en los viajes, en aquél vuelo París- Copenhague me tocó en el asiento de al lado una amable danesa que hablaba perfecto castellano. Y, cuando llegamos, su marido y ella me dejaron en un albergue, no sin darme antes su número de teléfono por si surgía algún problema.

Los tres siguientes días en Copenhague fueron el descubrimiento de la libertad absoluta. Pero aún me quedaba coger un ferry de 6 horas a Bornholm, una isla en medio del Báltico que no sabía situar en el mapa. Y, al llegar, un autobús hasta el otro extremo de la isla. Como siempre me ayudaron «los nativos». Y llegué a dónde tenía que llegar: un colegio en Allinge dónde nos alojábamos los voluntarios de mi primer campo de trabajo del SCI. Para quienes no vivisteis esa época, por entonces no había móviles (o al menos yo no tenía) ni GPS. Tampoco tenía tarjeta de crédito. Así que imaginaos la aventura.

Pero lo mejor estaba por llegar: tres semanas conviviendo 24 horas con unos cuantos voluntarios más de otros muchos países que, como yo, no tenían ni idea dónde estaba Bornholm. Pero hablaban un inglés mucho más fluido que el mío.

Ese viaje iniciático me abrió la mente a otras culturas. También me enseñó la diferencia entre España y el resto de Europa en cuanto a la emancipación de las personas de la edad que yo tenía entonces, 18 años, recién cumplida la mayoría de edad.

A mi regreso supe que quería estudiar idiomas y «vivir polo mundo adiante». Y de ahí mi espíritu nómada y muchas otras cosas que explican que ahora pretenda ser una abogada nómada.

Seguí viajando cada verano sola a campos de trabajo hasta los 22, cuando empecé a vivir con mi novio. Me iba un mes cada año. Combinaba los campos de trabajo con con inter rail o escapadas cerca del lugar del campo. Y seguí viajando, pero ya no a campos de trabajo ni sola hasta los 25 que nació mi hija. No podía dejar de hacerlo. Ese mes del verano era mi sueño todo el año.

Capítulo segundo: abogada

Muchas de las personas que, como yo, se dedican a la abogacía, tenían vocación cuando empezaron a estudiar Derecho. No es mi caso.

Yo empecé a estudiar Derecho, embriagada por ese espíritu nómada, pensando en las oposiciones al cuerpo diplomático. Lo de ser abogada no se me pasaba ni por la cabeza.

Pero, la vida me llevó a enamorarme en ese primer año de universidad de uno de mi pueblo, y allí me quedé o, más bien, volví, al acabar la carrera. En mi pueblo tuve a mi primera hija mientras me sacaba las últimas asignaturas. Y, coincidiendo con esa primera crianza, tuve la oportunidad de para preguntar en un despacho si me dejaban andar por allí para ver de qué iba eso de la abogacía. Tenía 25 ó 26 años y ésa fue la manera más rápida de escapar de una vida de ama de casa para la que, claramente, no estaba hecha.

Así me pasé el siguiente año. Lo que inicialmente fue una especie de pasantía que compatibilizaba con el estudio de procesal civil y la crianza de mi niña, se convirtió en un trabajo a tiempo completo. Prácticamente el mismo día que aprobé esa última asignatura me pusieron un expediente delante y, a los pocos días, me exhortaron a que me colegiara.

Y, así, casi sin querer, y contra todo lo que había dicho durante la carrera, de la noche a la mañana, era abogada. Por si te interesa mi historia como abogada AQUÍ puedes consultarla.

Capítulo tercero: el sueño que nunca murió

El 25 de marzo de 2003 la Junta de Gobierno del ICA de Vigo aprobó mi colegiación y me asignó el número 2222. Al año siguiente, 2004, me casé. Y, en 2005, nació mi hijo pequeño. Tenía una vida estable en mi ciudad, dentro de lo estable que puede ser la vida de una abogada por cuenta propia con dos niños pequeños, claro.

Pero mi espíritu nómada seguía ahí, latente. Y, nada más divorciarme, volvió a salir a la superficie. Empecé a viajar todo lo que mi economía y mi tiempo me permitía. En verano me iba con los niños a hacer esos viajes raros que ningún niño más de su colegio hacía (campo de trabajo en Finlandia, campamentos de singles con hijos en Centelles, camino de Santiago, Londres y París en coche y tienda de campaña…). Los puentes sin ellos aprovechaba para hacer escapadas. Algunas únicas, otras recurrentes como me pasó con Barcelona, Asturias o Aragón.

Fui alimentando y resucitando mi sueño nómada. Pero mis hijos no sólo no eran viajeros, sino que tenían un padre, así que por entonces era un imposible. Empecé a pergeñar un plan para cuando el pequeño cumpliera 18.

Capítulo cuarto: poner todo en orden para la desconexión

Ya no encajaba en un proyecto de abogacía tradicional generalista. Después de mi metamorfosis a la especialidad de familia en 2018, en diciembre de 2019 también dejé el despacho. Y, ni corta ni perezosa, me fui a trabajar de coworking. Mi primer paso hacia una desconexión de Vigo que cada día veo más cerca y que cuento en mi web.

Me matriculé en la escuela de idiomas para recordar el inglés olvidado después de tantos años sin convivir con extranjeros, con la esperanza de mejorarlo y poder llegar a usarlo en el trabajo también.

Luego llegó la pandemia, pero no me frenó. Es más ese tiempo en casa revitalizó más si cabe mi sueño.

En cuanto pudimos viajar, no dejé de hacerlo. Pero, a diferencia de lo que hacía en mi juventud, ahora los viajes iban de la mano de mi profesión. Empecé a formarme como una loca. Comenzaron a estar en mi cabeza varios proyectos que no son de ejercicio de abogacía propiamente dichos. Conocí a innumerables juristas de otros lugares gracias a múltiples eventos, en su mayoría de de dos asociaciones clave para mí: AEAFA y AIJUDEFA. Me decidí entonces a retomar esa asignatura que tanto me había gustado en la carrera de la que todo el mundo huía: el derecho internacional privado. En mi caso, evidentemente, enfocado a derecho de familia y sucesiones.

Ahora mismo no tengo ataduras familiares (en el día a día). Tengo una cierta formación en internacional. Me he nutrido, aunque sólo sea, superficialmente, en derecho de familia de otros países. Y en cuanto a los idiomas, con un poco de esfuerzo, en uno o dos años, estaré lista para trabajar en inglés y portugués. De hecho, con un poco de ayuda de traductores, ya he aceptado algún caso de clientes extranjeros con los que trato en esos dos idiomas.

¿Soy abogada nómada? ¿He cumplido mi objetivo?

En cierto modo ya soy una abogada nómada.

Voy dónde me llaman para trabajar. Vivo en Nigrán alejada del ruido de la ciudad. Tengo despacho en Vigo, contratado un coworking en Baiona y allá dónde viajo trabajo como si estuviera en casa. De hecho, en los últimos dos años no he parado demasiado, con una media de más de una salida mensual.

Pero mi objetivo final no es estar moviéndome y volviendo a casa, sino que es vivir un tiempo en cada lugar, en distintos países y continentes.

No sé cuándo llegará eso, pero siento que voy por el camino correcto. Y mi reciente conexión con Mallorca en colaboración con mi compañero residente en Alemania, Carlos Vázquez, está siendo una especie de prueba de fuego.

Me haría ilusión trasladarme de manera cuasi permanente durante un tiempo a Palma, sin duda, ya que la isla y las compañeras con las que allí trabajé durante una semana (Diana Diaz, Jennifer De La Concepción y Francisca Blaya), me han acogido estupendamente. Así que si alguien necesita abogada bien formada en derecho de familia, con nociones de internacional privado, comprensión perfecta de portugués y algo más coloquial de inglés, con afán de conocimiento de otras culturas jurídicas, que me llame. Estoy disponible.

Además, aunque mi objetivo más realista es dirigirme a la lusofonía (países de habla portuguesa) con la que comparto raíces culturales y lingüísticas, no olvido mi sueño tantas veces pronunciado de vivir en Copenhague cuando mi hijo pequeño cumpliera 18 años. Y allí está Bárbara Jefaza, recién mudada, tomando la delantera y abriendo el camino a esta abogada gallega nómada.